martes, 25 de febrero de 2014

La ética del trabajo

Simón era un tipo trabajador, casi obsesivo. Cumplía a diario su rutina calculada al segundo. Levantarse antes del amanecer para ir a trabajar y volver después del anochecer, eso era todo lo que hacía. Despreciaba los fines de semana y las vacaciones, consideraba que eran excusas para hacer el vago, siempre maldecía a los mexicanos por haberlos inventado. 

Hay quien dice recordar que tenía mujer e hijos, en fin, tampoco es un dato a tener mucho en cuenta. Pasaba tan poco tiempo en su casa que lo más probable es que su mujer se hubiese buscado un hombre con el que ser feliz y al que sus hijos ya casi seguro "Papá". Si esto fuese así no habría nada que reprocharle, Simón siempre miraba a las mujeres con recelo por haber convertido el sexo en algo placentero en lugar del medio reproductivo que, a su modo de ver las cosas, debería ser. Entrar, fecundar y salir.

Al parecer había algo en el cerebro de Simón, o en su educación, o quién sabe, que le había convertido en una especie de cabrón Aristotélico obsesionado con la virtud; o más bien con el vicio, ya que solía decir que demasiada virtud también es un vicio. Es por esto también que nunca buscó un trabajo que le llenase, lo único que buscó siempre fue ese sentimiento anodino que es más como no sentir nada, que agradecía cada día a las ovejas por haber desarrollado hasta la perfección.

Todo estalló el día que dejó su trabajo. Es comprensible su enfado cuando su jefe, agradecido por los años de dedicación a la empresa (y probablemente también por haberle prestado a su familia), decidió darle un ascenso. En la cabeza de Simón no cabía la idea de trabajar menos cobrando un poco más. De hecho casi no cupo ninguna idea desde el momento en el que el jefe pronunció las palabras "reducción de jornada". Las celdas blancas de su horario mental, hasta el momento dedicadas exclusivamente a dormir y a comer, empezaron a crecer sin control y ahogaron el resto de sus pensamientos. Como se le había cerrado la garganta y no podía expresarse con palabras, recurrió al único medio de expresión que parecía razonablemente efectivo en su entorno inmediato, y lo aplicó directamente sobre la cabeza de su jefe, para asegurarse de que la transmisión de ideas era correcta. En el momento en el que cayó al suelo con un ruido pesado y seco todo le empezó a dar vueltas, había tenido un pensamiento vicioso con ese cenicero de pie, ahora manchado de sangre. 

Cuando consiguió serenarse e inventar una rutina lo suficientemente aburrida para sentirse que era él mismo, volvió, sobre sus rodillas, a su antigua empresa. Su jefe, todavía babeando por la conmoción cerebral, le dijo que no volviese por allí en su vida, eso sí, con la amabilidad de la gente que ha perdido gran parte de su capacidad cerebral.

Sabiéndose en una situación comprometida (sospechaba que acababa de lobotomizar por la vía rápida al hombre al que sus hijos llamaban papá), Simón decidió buscar un puente lo suficientemente húmedo y frío para mantener la idea del vicio alejada de su cabeza. Bajo la influencia de la luna llena, o de cualquier otra conspiración astral, el motor de su cabeza se desbocó y, tras varios procesos de dobles, triples y cuádruples negaciones, llegó a la conclusión de que para un hombre que odiaba tanto el vicio como él, no había mayor forma de alejarse del vicio que entrando de lleno en el vicio. Así, se dio la vuelta en su cartón y empezó a escarbar en la montaña de basura que utilizaba como almohada hasta que encontró una reluciente (nunca supo por qué estaba tan limpia) jeringuilla con restos de heroína dentro.

Simón pasó por todas las etapas de la adicción, salvo la de la negación. Siempre supo que se drogaba, que se drogaba mucho, e incluso que se drogaba demasiado. La diferencia es que, cuando algún ser moral le preguntaba que por qué no dejaba la jeringuilla y se buscaba un trabajo, el respondía (después de ofrecerle amablemente una paja) que "al menos la droga me hace volar".

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